Pues eso, que aunque los haya hecho la abuela no por eso van a ser mejores. Desgraciadamente ese apelativo se ha popularizado hasta extremos indecentes y no aporta absolutamente nada, más bien al contrario espanta a los clientes, como colocar un cartel de "restaurante típico".
Si pudiera comería únicamente en restaurantes de postín pero no me queda más remedio que recurrir a la hostelería convencional con menús para la clase media, donde los nombres de los platos no suelen tener ni apellidos y se anuncian como cordero, merluza o ternera, sin especificar siquiera la preparación.
Las tartas de la abuela generalmente remiten a tartas de galletas cuya dificultad de elaboración es similar a la del manejo de un botijo y no suponen mayor deleite que las hechas por un primo, la cuñada o el vecino del cuarto. Los postres caseros no tienen porqué ser deliberadamente simples sino que pueden constituir verdaderas virguerías gastronómicas con ingredientes de primera y detallitos especiales. Cualquier día empiezan a ofrecernos platos de la bisabuela o de la tatarabuela. Si todas las abuelas cocinaran mejor que sus nietas nos estaríamos enfrentando a un declive imparable que acabaría con la cocina en dos o tres siglos. De hecho, eso de "la abuela" tiene hasta un tufo machista, porque casi nunca nos ofrecen nada "del abuelo".
A lo mejor estaría escribiendo de otra manera si hubiera conocido con vida a alguna de mis abuelas, que no tenían muchos productos con los que cocinar. Siempre me quedará la duda de si mi abuela Ángela llegó a cocinar algo en Buenos Aires, que es donde descansa para la eternidad. Esperanza no llegó ni a la posguerra y mi madre no pudo heredar su supuesta sabiduría culinaria.
En fin, señores restauradores, vayan poniendo nombres realistas a sus platos, con detalle de ingredientes e incluso peso de la ración, en lugar de apodar a los platos con calificativos tan surrealistas.
Si pudiera comería únicamente en restaurantes de postín pero no me queda más remedio que recurrir a la hostelería convencional con menús para la clase media, donde los nombres de los platos no suelen tener ni apellidos y se anuncian como cordero, merluza o ternera, sin especificar siquiera la preparación.
Las tartas de la abuela generalmente remiten a tartas de galletas cuya dificultad de elaboración es similar a la del manejo de un botijo y no suponen mayor deleite que las hechas por un primo, la cuñada o el vecino del cuarto. Los postres caseros no tienen porqué ser deliberadamente simples sino que pueden constituir verdaderas virguerías gastronómicas con ingredientes de primera y detallitos especiales. Cualquier día empiezan a ofrecernos platos de la bisabuela o de la tatarabuela. Si todas las abuelas cocinaran mejor que sus nietas nos estaríamos enfrentando a un declive imparable que acabaría con la cocina en dos o tres siglos. De hecho, eso de "la abuela" tiene hasta un tufo machista, porque casi nunca nos ofrecen nada "del abuelo".
A lo mejor estaría escribiendo de otra manera si hubiera conocido con vida a alguna de mis abuelas, que no tenían muchos productos con los que cocinar. Siempre me quedará la duda de si mi abuela Ángela llegó a cocinar algo en Buenos Aires, que es donde descansa para la eternidad. Esperanza no llegó ni a la posguerra y mi madre no pudo heredar su supuesta sabiduría culinaria.
En fin, señores restauradores, vayan poniendo nombres realistas a sus platos, con detalle de ingredientes e incluso peso de la ración, en lugar de apodar a los platos con calificativos tan surrealistas.